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miércoles, 1 de septiembre de 2010

A propósito de la Letra A

por Javier Tomeo

Mi buen amigo Ramón me confiesa esta tarde de primavera —y lo hace, además, sin demostrar la menor preocupación por lo que yo pueda pensar luego a propósito de su salud mental— que la letra A (tanto en su versión mayúscula como minúscula) le ha parecido siempre una palabra soberbia y altanera, que camina entre las otras letras del abecedario con la barbilla ligeramente levantada y una sonrisa desdeñosa en los labios.
No vale la pena que le recuerde que las letras no pueden sonreír y que ni siquiera tienen labios para hacerlo. Mi amigo Ramón (que un día iba para poeta y que, por fortuna para la poesía, se quedó en la estacada), es un hombre muy imaginativo que puede ver convertido en realidad todo lo que sueña por las noches y que, para conseguirlo, es capaz de inventarse un mundo a la medida de sus fantasías. Muevo la cabeza, como si me tomara muy en serio lo que acaba de decirme, y al cabo de un momento, siguiéndole la corriente, le digo que, tal vez, la letra A se muestre ante las otras letras altanera y engreída, no solamente por ser la primera del abecedario en general, sino también por ocupar la primera posición en la lista de las vocales.
—Tú sabes que en este mundo yo nunca he sido el primero en nada —observo, para dar más verosimilitud a mi respuesta—, pero creo que esa circunstancia imprime carácter.
Luego, para redondear la cosa, le digo también que, aparte de todo, la letra A es también protética, y que esa circunstancia debe de tener su importancia a la hora de configurar la idiosincrasia de cualquier letra.
—No todas las letras son protéticas —puntualizo—. Ni mucho menos.
Ramón se disculpa con una sonrisa. No sabe qué significa el adjetivo protético —sólo conoce la primera acepción de la voz prótesis, que significa reparación artificial de un órgano o de parte de él— y le explico que la palabra protética deriva de la prótesis y que, en su segunda acepción, es un metaplasmo que consiste en añadir una o más letras del principio de un vocablo, para denotar derivación. Le explico todo eso lentamente, vocalizando con exageración, para que me entienda sin problemas, pero puedo ver fácilmente —me lo dicen sus cejas alzadas y su boca entreabierta— que no ha comprendido ni una sola palabra de lo que acabo de decirle.
—Ahí tienes, por ejemplo, acariciar, que quiere decir hacer caricias —le explico, armándome de paciencia—. O incluso a-caramelado, que significa que algunas cosas tienen cualidades del caramelo.
Ramón sigue sin entender nada —sus cejas no han recuperado su posición normal y su boca sigue entreabierta— pero entorna los párpados y afirma varias veces con la cabeza. Una cabeza, por cierto, que cada día que pasa me parece más grande.

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