Hispanidad en
Estados Unidos
Publicado en El Comercio, página editorial, hace 31 años, domingo 14 de junio de 1981.
Con ocasión de un
reciente viaje a Nueva York, tuve la oportunidad de comprobar el poderoso
impacto hispanoamericano en esa urbe, la más importante del planeta. Váyase por
donde se vaya, sea un paseo a la Estatua de la Libertad o una visita a las nubes
desde las cumbres del Empire State Building o desde las torres del Trade World
Center; discurriendo a través de la majestuosidad de las salas impregnadas de
formas y color del Museo Metropolitano; o, simplemente, andando por entre las
montañas de concreto y cristal de la ciudad, la inconfundible fisonomía
indoespañola y los más variados acentos del idioma hispánico saltan a la vista y
al oído del viajero con una frecuencia inusitada. Se les ve, sea enfundados en
atavíos de guías, guardianes o conserjes, ya ostentando ringorrangos
camareriles, o en atuendo más informal como vendedores ambulantes de refrescos y
hot dogs en la Quinta Avenida y en Central Park.
Conmigo ocurrió lo
que seguramente con muchos transeúntes hispano hablantes en el Nueva York de
hogaño: a las pocas horas de la estadía se comprende, fuera de cualquier
propósito hiperbólico, que para una visita de placer, el conocimiento de la
lengua inglesa puede ser un lujo pero de ningún modo una necesidad en la
metrópoli. La gran mayoría de carteles de señalización, folletos turísticos,
información hotelera, etc., van impresos en los idiomas de Shakespeare y
Cervantes, y hay dos canales de televisión que transmiten exclusivamente en
castellano. Y ni qué mencionar Florida y
California.
En un reciente
artículo del Boston Globe acerca de una inmensa bonanza económica existente en
Miami, mérito, sin duda, del entusiasmo y trabajo de los inmigrantes cubanos que
han hecho un emporio de una lánguida playa tropical en sólo veinte años, y en
donde hoy existe el menor índice de desempleo per cápita comparado con otros
lugares de la Unión, se refiere lo siguiente: un turista sudamericano va a comer
a un restaurante en Miami, y, por supuesto, el propietario es cubano; sin
embargo, lo que más llama su atención es que el mozo que lo sirve es un chino
que se expresa en un muy buen castellano. Al momento de despedirse, el comensal
le comenta, muy entusiasmado, al dueño sobre la notoriedad del hecho, a lo que
éste responde de inmediato en tono cómplice: “No hable tan fuerte que el chino
lo puede escuchar, él cree que está aprendiendo inglés”.
Menos en broma
pero lleno de cuajo por su contenido paradójico, es lo que vi hace algunos años
en la calle Flaggler, vía principal en el corazón de Miami: un cartel en el
escaparate de una tienda de artefactos eléctricos con el insólito anuncio inglés
“English Spoken” (se habla inglés). Entonces, pensé qué sentiríamos los peruanos
si algún día, debido a una inmigración masiva de chinos o polacos, por caso,
viésemos en ciertos establecimientos del Jirón de la Unión un letrero que nos
consolase: “Aquí hablamos castellano”. Por supuesto que tal analogía es
imperfecta en su ilustración debido a múltiples factores culturales e
idiosincráticos en ambas circunstancias nacionales: es otro el sentido de
integración e identificación étnica que trasciende el cliché del “melting pot”
norteamericano, donde las castas al
mezclarse se confunden.
¿Será el
florecimiento de nuestro idioma en Estados Unidos algo transitorio, fugaz,
destinado al desuso en una o dos generaciones más, cuando los descendientes de
los inmigrantes hispanoamericanos hablen exclusiva --o preferentemente-- la
lengua inglesa? Es posible. Sin embargo, tal como lo supiera el presidente
Reagan durante la ceremonia de bienvenida oficial a los rehenes norteamericanos
a su retorno de Irán, el joven sargento Jimmy López, nacido estadounidense de
padres mestizos indoespañoles, considerado héroe y homenajeado como tal, durante
el cautiverio escribió en las paredes de su celda: “Viva la roja blanca y azul”,
refiriéndose a los colores de su bandera, y tal inscripción jamás fue borrada
por los secuestradores, algunos de los cuales seguramente que eran buenos
conocedores del inglés pero legos en castellano. La condición bilingüe de López
fue el medio para mantener sin vejamen la gratificación de sus sentimientos
patrios.
El inglés es una
lengua muy dinámica, muy flexible. No hay la criba de una academia, y por ello
el incremento léxico es enorme, continuo y real. Tampoco hay la preocupación por
anglicanizar las voces extranjeras que han sido captadas. Así, los términos
castellanos pronto, siesta y gusto, entre otros, quizás por
su eufonía o por su naturaleza enfática, son usados intactos muy a menudo por
norteamericanos de todos los niveles de educación, aunque existen equivalentes
ingleses específicos, seguramente que desplazados por su anodinia. Nap significa siesta en inglés, pero,
¿no es, acaso, el nuestro un término onomatopéyicamente más descriptivo por sus
eses al arrastrarse, como se supone
que debe ser el sueño reparador después de una
comida?
Actualmente hay
varios polos de hispanidad en el gran país del norte, principalmente California,
Texas, Florida, y Nueva York. La prevalencia hispanoamericana es de mexicanos en
los dos primeros Estados, y de cubanos y portorriqueños, respectivamente, en los
últimos. Es, en cuanto a volumen, la segunda minoría étnica en los Estados
Unidos (19 millones, incluyendo a los ilegales), superada solamente por los
afroamericanos, quienes constituyen alrededor de un 12 por ciento de la
población total, la que hoy se estima en 225 millones. Según estadísticas
recientes, de continuar la actual tasa de crecimiento hispánico --alrededor de 1
millón anualmente--, en la presente década será éste el grupo racial más
numeroso después del anglosajón, es decir, una real fuerza social y política. Y
económica también.
La Coca-Cola es
quizás el símbolo norteamericano por antonomasia alrededor del mundo; su
burbujeante inocencia ha sido, y sigue siendo, vituperada por quienes recelan
del expansionismo financiero yanqui, non plus ultra de las llamadas
transnacionales. Pues, bien, el actual ejecutivo máximo de esa empresa con sede
en Atlanta es un cubano que emigró a Estados Unidos siendo un adolescente.
La gran afluencia
inmigratoria del grupo latino ha encontrado abierta o vedada resistencia de
parte de muchos norteamericanos, quienes temen un desplazamiento en cuanto a
oportunidades laborales y un agravamiento de la economía nacional, lo cual
obviamente no procede en el caso de Miami, y más importante aún: la amenaza de
un idioma y usos foráneos en gran escala, precisamente ahora que Estados Unidos
se empeña en encontrar factores comunes que permitan una convivencia social en
tan eruptiva heterogeneidad étnica. Probablemente se trata de esto, más que de
una discriminación racial o cultural.
A fines del siglo
XIX y comienzos del XX, debido a la llegada masiva de irlandeses, especialmente
a Massachusetts, un diario bostoniano publicó muchos avisos de este tenor: “Se
necesita empleada doméstica de cualquier nacionalidad o color, excepto
irlandesa”. En este caso no cabía prejuicio racial o
idiomático.
Sólo unas décadas
después, sin embargo, Estados Unidos, y Boston en particular, se enorgullecerían
grandemente de un presidente de ascendencia irlandesa, cuyo bisabuelo llegó a
playas americanas para trabajar como barrilerp, y lo elevarían a status casi
mítico tras su inmolación, y otorgarían a la suya el título de Familia Real de
América, y bautizarían con el nombre de Camelot a la corte de los Kennedy en el
Cape Cod.
El tiempo dirá
cuál será el futuro de los Pérez y los Martínez en el país más poderoso de la
Tierra.
Boston, junio de
1981
Publicado en El
Comercio, página editorial, domingo 14 de junio de
1981.